Un hombre contra un pueblo.
Emilio Roig de Leuchsenring (*)
Ya lo dijimos hace dos semanas. Cuando un país sufre el desgobierno de un régimen dictatorial, la vida en lo interior y en lo exterior, en lo político y en lo económico y hasta en lo que se refiere a los individuos en particular, nacionales o extranjeros puede sintetizarse en esta frase gráficamente expresiva: un hombre contra un pueblo.
Así es exactamente y en todos los casos y en todas las épocas. En el país sometido al desgobierno de un déspota todo gira en torno a la voluntad y al capricho de éste. Y como siempre el déspota ha buscado y busca y buscará tan sólo el satisfacer su interés o su conveniencia, importándole poco -aunque a diario pregone lo contrario- el bien de su patria y de sus conciudadanos, patria y conciudadanos sufrirán irremisiblemente los trastornos, los males, las dificultades... la calamidad de tan calamitoso régimen.
En artículos recientes vimos como así ha ocurrido en España, la República Dominicana, Haití y Bolivia y cómo después de la caída de Primo, Vázquez, Borno y Siles, se han ido sacando a la vergüenza pública las desvergüenzas de cada uno de esos cuatro hombres providenciales que sufrieron sus pueblos respectivos y de las cuales no ha podido restaurarse ninguno de ellos.
Es la historia eterna de todos los autócratas que en el mundo han sido. Mientras está en el apogeo de su despotismo, el hombre providencial, coreado por su corte de serviles se autobombea como el salvador de su pueblo, al que está regenerando y engrandeciendo, como el más excelso de todos sus gobernantes, llegando a ponderar enfáticamente -todos los dictadores así lo declaran- que su época es la más grande en la historia del país sin términos de comparación con las épocas anteriores y él, el más grande, glorioso, de todos los ciudadanos, en el presente, en el pasado... y en el futuro; pero cuando el dictador cae, ¡cómo salen a relucir inmediatamente las mataduras de su desgobierno, cómo quedan desenmascaradas las mentiras y comprobado hasta la saciedad que durante el régimen despótico la historia del país estaba sintetizada en esta frase nuestra: un hombre contra un pueblo.
Este juicio, como dijimos, puede aplicarse exactamente a todos los dictadores de Europa y América, en repúblicas y monarquías de ayer y de hoy, porque todos los déspotas parecen hechos a medida en el mismo molde y por las mismas manos del más perverso de los dioses, obsesionado en crear únicamente monstruos y lanzarlos de cuando en cuando a la tierra para azote y castigo de los hombres, peores que las epidemias y las plagas, más dañinos que el diluvio bíblico, pues lejos de quedar después ricamente abonado el suelo, en el país donde posa su planta un dictador ni siquiera la mala yerba saldrá en muchos años, porque el dictador todo lo destruye, lo arruina, lo seca, lo aniquila. Un hombre contra un pueblo, esa es la obra de los dictadores.
Todos son iguales, decíamos. Todos constituyen un tipo criminal de caracteres inconfundibles que en todos se presentan casi idénticamente. Vamos a verlo.
En el libro, admirable libro, de Emil Ludwig sobre el Kaiser Guillermo II, hay un capítulo en el que el gran escritor alemán hace un maravilloso retrato del emperador de la mano manca. Pues bien, ese retrato, es el retrato exacto de cualquiera de los dictadores europeos o americanos de los días que corren.
Enseguida lo comprobaremos y suplicamos a los lectores que tengan presente que vamos a transcribir palabras de Ludwig y sobre el Kaiser Guillermo II, no palabras nuestras sobre alguno de los hombres providenciales que aún desgobiernan a varios países del viejo y del nuevo mundo.
Y hasta las frases de Guillermo parecen frases que mil veces hemos leído pronunciadas por el hombre providencial de la República H, o la monarquía Z:
“Yo no conozco más que dos partidos políticos: los que están por mí y los que están contra mí” -esa fue la divisa propia de autócrata, de toda su política interior-.
Todo era suyo: los barcos, los soldados, los súbditos, y como suyo de todo disponía a su capricho y le extrañaba y se indignaba cuando alguien, osado, le desobedecía o no quería doblegarse a sus deseos.
Vive ciento veinte años atrasado, y considera a todas esas gentes que quieren ser algo más que súbditos, como dignos de ser fusilados, o mejor aún, colgados.
Todos tienen derecho a exponer libremente su opinión, ¡pero infeliz del que lo haga!
A los obreros, aunque en público les llamaba “mis amados hijos” no comprendía ni admitía que demandaran mejoras, aumento de jornales, y mucho menos que se agremiaran para defenderse y reclamar sus derechos yendo a la huelga. Entonces en privado, se expresaba así de los obreros: Estoy muy satisfecho del comportamiento de la policía. Pero la próxima vez no deben pegar con el plano, sino con el filo de la espada.
Eran rasgos típicos de su carácter los “innumerables caprichos, resentimientos, temores y afectaciones, su cesarismo, ligereza, encanto personal, vivacidad, amabilidad.
Por todo ello muchos lo consideran un anormal o víctima de una enfermedad interna.
Lo autocrático en él aumenta progresivamente día tras día. De cuantos le rodean y le adulan, se expresa en privado en los términos más despectivos, cuando no le sirven inmediatamente, o se equivocan o le causan conflictos o dificultades. Como a muñecos utiliza a sus súbditos, con mayor desprecio cuanto más fama de notables o sabios tengan, recreándose al ver a estos ilustres, postrados a sus plantas, por miedo, por servilismo o por interés.
Tiene fe viva en el absolutismo y en el destino. Se cree elegido por la divinidad para regir y salvar a su pueblo, con misión sagrada que no puede eludir, se juzga continuador y hasta engrandecedor de los fundadores de la patria, cuyos nombres constantemente invoca en sus discursos.
“Su carácter era más voluble que lo que suele ser en ningún hombre... Signos del voluble estado de sus nervios son sus dos ocupaciones favoritas: viajes y discursos. El constante viajar, símbolo del que huye de sí mismo y de un corazón que no ama el silencio, así como el hablar en público, en alguna ocasión, hasta cuatro veces en un día, era medios para calmar sus insaciables nervios.”
Otra de las manifestaciones de su naturaleza era la afición a las zarandajas. Su juguete preferido era el ejército. Le encantaba recibir y dar condecoraciones en ceremonias a las que asistían los cortesanos y en las que solía pronunciar, conmovido, algún discurso de tonos heroicos; o concurría frecuentemente a fiestas o actos militares, que se convertían en paradas teatrales.
Una forma aún más descarada de su farandulería son los discursos. Todo en ellos era falso: su emoción, sus afirmaciones, sus promesas, sus juramentos, su cacareado patriotismo... porque era, por encima de todo, un gran comediante.
Lo mismo que ve en el ejército apariencia, apostura y uniforme, así ve en todas partes con sus ojos de comediante, las escena que se debe representar.
Sus afectaciones proceden de este afán de teatralidad. No son solo las expresiones de la cara, siempre compuesta y dispuesta para la fotografía, que pasa de la expresión profundamente seria a la risueña, y por última a la francamente alegre, pero sin dejar nunca de ser dominante, sino también otras farsas que resultan casi simbólicas.
El arte de actor, de borrarse a sí mismo para representar a una persona extraña, lo demuestra también el distinto modo de tratar a cada uno, presentándose como obrero entre los obreros, industrial con los industriales, soldado con los soldados... Por eso encanta la primera vez a casi todos... se asimila con la mayor rapidez una noción superficial de cualquier tema, sea el que sea, en tal forma que es capaz de hablar de ella como si él mismo la hubiese descubierto, de esta manera engaña a las personas, que admiran sus conocimientos, su admirable capacidad de trabajo y su fenomenal capacidad de comprensión.
La tercera y más intensa de las formas de su nerviosidad es el miedo, contradicción flagrante con la pose de Atila.”
Sus alardes de valor, de guapería, no son en el fondo sino la manera de disimular el miedo. Ve enemigos que quieren matarlo, en todas partes, y toma para impedirlo mil precauciones, rodeándose constantemente, donde quiera que va, de tropas y policías.
Tenía delirio por codearse con los poderosos del dinero o de la aristocracia y alternar con ellos: “aceptaba regocijado las invitaciones de las gentes ricas”.
La adulación de todos y en todo, es abrumadora
De todos los círculos y clases, de todas las regiones, en la alegría y la tristeza, en días de fiesta y en días de trabajo, fueron innumerables las corrientes de adulación de sus súbditos que llegaron hasta él.
Ministros y empleados, embajadores y otros representantes diplomáticos, intelectuales, profesores universitarios, periodistas, gente de sociedad, todos le adulan servilmente, hasta lo inconcebible, todos se adelantan a admirar y satisfacer sus deseos, sus caprichos, su voluntad. Como aduladores figuran en los primeros lugares los militares y a su cabeza los generales y jefes, todos estos con su magnífica disculpa: la obediencia, pero la adulación, más allá de la obediencia, llega al rebajamiento.
En este ambiente de falsedad, de hipocresía, de mentira, hay una gran mentira de fatales consecuencias para el país. Estando todo como está en manos del autócrata: fiebre de trabajo. ¡Mentira!
Aunque el autócrata pregone a diario que trabaja incansable tantas horas al día, es mentira, mentira!
Lo que causa mayor preocupación a todos los que tienen que trabajar con él es que no tiene ninguna gana de trabajar... Distracciones, juegos con el ejército y la marina, viajes, cacería, pescas, son para él lo principal: así es que apenas si le queda tiempo para el trabajo.
Lee muy poco, apenas si escribe, y considera como el mejor informe o expresión o memorando el que termina más pronto. Es verdaderamente escandaloso como los informes oficiales engañan al gran público sobre la actividad del autócrata; según ellos está ocupado desde la mañana hasta la noche.
Nada se estudia y todo se resuelve imprevisoramente, según el capricho o los intereses particulares del autócrata y su camarilla, y en contra, desde luego, del país.
La adulación hace que sus ministros y empleados le oculten las dificultades o males. ¡Así marcha el país!. Así puede, del país que sufre un autócrata, un dictador, un déspota, afirmarse, como nosotros hemos hecho, que su historia está sintetizada en esa frase: Un hombre contra un pueblo.
Así le ocurrió a Alemania durante el reinado de Guillermo II. Así les ha ocurrido a todos los países que se han visto desgobernados por un dictador. Así les ocurre a los desgraciados países que aún sufren un régimen dictatorial.
Así ocurre, hasta que el país reacciona y se decide a variar la frase Un hombre contra un pueblo por esta otra un pueblo contra un hombre.
Entonces el hombre que todo lo era, que todo lo podía, se queda solo, abandonado de todos, despreciado por todos.
“Nadie detuvo al Kaiser -dice Luidwig- cuando abandonó el país: éste es el más triste de todos los epílogos.”
Este es el obligado epílogo de todos los dictadores, de los que fueron y de los que aún son.
(*)Emilio Roig de Leuchsenring (La Habana 1889-1964). Doctor en Derecho Civil y Notarial por la Universidad de La Habana. Participante de la Protesta de los Trece. Miembro del Grupo Minorista. Fundador de la revista “Cuba Contemporánea”. A iniciativa suya se fundó la Oficina del historiador de la Ciudad en 1936. Periodista, historiador y político imprescindible del siglo XX cubano.
Trabajo publicado originalmente en la revista “Carteles” el 13 de agosto de 1930, que nos hiciera llegar Nelson Maica.