Identidad de género
Contratapa|Martes, 8 de mayo de 2012
Por Eva Giberti
Mariela Muñoz,
conocida como una persona transgénero, había formado una familia cuidando niños
carentes de padres, a los que crió durante años; en 1993 tenía a su cargo dos
niñas cuyas madres le habían encomendado su cuidado. Con motivo de la discusión
profesional que se desató ese año, escribí en una publicación técnica qué
significaba ser persona transgénero. Los niños que había criado como hijos,
ahora adultos, concurrieron a los medios de comunicación para contar cómo
habían sido sus vidas con Mariela, una madre cuidadosa. Pero algunos vecinos
denunciaron la extravagancia cuando aparecieron las dos niñitas.
Se produjeron
discusiones múltiples, particularmente entre psiquiatras, psicólogos y también
opinaron jueces y obispos. El interrogante técnico propiciaba: “Si no los
colocás dentro de los perversos, ¿dónde los clasificás?”, pregunta que
desnudaba el dispositivo de violencia que cobijaba la discriminación y aun hoy
destaca la parálisis del pensamiento de quien la profiere, fijado en categorías
monolíticas pretendidamente universalistas: corresponde ser hombre o mujer,
como todo el mundo. La alternativa era la psicosis. Por fin, merced a la
decisión judicial, las dos niñas fueron institucionalizadas “transitoriamente”.
Los vecinos y la buena gente quedaron satisfechos porque la familia que Mariela
podía ofrecerles “era anormal”.
Diez años
después, la ley interviene y apunta a otro nivel de análisis: legislar acerca
de la identidad de género, que incluye las políticas de la diversidad,
incluyendo a quienes siempre han formado parte del mundo, silenciados,
perseguidos o convertidos en seres míticos (el Andrógino Primordial, o
Tiresias, que habría sido hombre y mujer sucesivamente).
Los militantes
del tema mostraron su potencial uniéndose en agrupaciones inteligentemente
orientadas y se hicieron escuchar en los recintos oficiales. En ciernes tenemos
un proyecto de ley que se refiere a “la vivencia interna individual del género
tal como cada persona la siente, la cual puede corresponder o no con el sexo
asignado al momento del nacimiento, incluyendo la vivencia personal del
cuerpo”.
Se espera el
debate en el Senado, contamos con la sensatez de sus miembros. No es suficiente
con afirmar “bueno, que hagan lo que quieran con sus vidas y con sus
cuerpos...”, consintiendo “noblemente” en dejarlos vivir como quieran y
aceptando que regularicen su identidad, autorizándoles un cambio de documento:
si se llamaban Roberto, ahora las nombrarán Verónica.
Se trata de
reconocerlos como sujetos con sus derechos. Esa es una tarea comunitaria que
está pendiente: “Un mundo que acepte las diferencias”. Al respecto es preciso
ser cuidadosos con el tema de las diferencias, y así lo escribí en el libro
Bioética y Bioderechos, compilado por Luis Blanco en el año 2002: “Evaluar como
diferentes a quienes forman parte de la especie humana, tomando como parámetro
un criterio de normalidad legislada desde la definición aportada por una
mayoría estadística que se instituyó como representante de ‘lo que debe ser’,
constituye un criterio que merece una revisión”.
Nancy Fraser,
estudiosa de los temas que se ocupan de la redistribución de la economía, de la
justicia y del reconocimiento, escribió: “Este tipo de reivindicación ha
atraído no hace mucho el interés de los filósofos políticos, algunos de los
cuales están intentando desarrollar, incluso, un nuevo paradigma de justicia
que sitúe el reconocimiento en su centro”. Esta autora propone “idear una
concepción bidimensional de la justicia que pueda integrar tanto las
reivindicaciones defendibles de igualdad social como las del reconocimiento de
la diferencia. En la práctica, la tarea consiste en idear una orientación
política programática que pueda integrar lo mejor de la política de
redistribución con lo mejor de la política del reconocimiento”.
Si bien el
planteo teórico puede bordear lo utópico, la cuestión reside en no distraerse
cuando se trata de redistribución de bienes y de matices económicos: hablamos
de los empleos y trabajos que forman parte de los derechos de quienes se
incluyen en estas políticas de la diversidad.
Durante siglos,
la discriminación de género posicionó a transgéneros, travestis y homosexuales
en la marginación cuando buscaban empleos o contratos, así como los
propietarios de viviendas se negaban a alquilarles departamentos.
La crueldad de
la discriminación empezaba por la propia casa, cuando la criatura mostraba
características que no respondían al género varón o mujer según su anatomía.
Cuando se mostraban “de otro modo” y sorprendían a sus padres comportándose de
manera inesperada: las niñas jugaban como varones y viceversa.
Si los
pediatras y los psicólogos no estaban informados –y no lo estaban–-, la
convivencia familiar estallaba en desesperados esfuerzos por cambiar a ese hijo
o a esa hija que “no era como todo el mundo”. En realidad, no existe una
persona “como todo el mundo”.
Mi práctica
clínica, que incluye una experiencia que ocupa varios años en el trato con los
temas y las personas de la diversidad, me enseñó, atenta al trato que recibían
por parte de las familias y de la sociedad, hasta dónde puede alcanzar la
capacidad de odio de los seres humanos y su soberbia para demonizar o aniquilar
a quienes no se incluyen en los parámetros de lo sexual-convencional. Me
refiero a la vivencia de género que abarca la persona toda y no sólo a su vida
sexual.
El
reconocimiento de las personas que están incluidas en la diversidad forma parte
de las reivindicaciones que deberán instalarse en la esfera pública, los medios
de comunicación prioritariamente. El modelo lo introdujo Página/12 con el
suplemento Soy, que abrió el espacio para la palabra pública de la diversidad
iniciada en universidades y centros de estudio. Reconocer al otro –Hegel lo
anticipó– “designa una relación recíproca ideal entre sujetos, en la que cada
uno ve al otro como su igual y también como separado de sí”. Este modo de
vincularse o relacionarse es constitutivo de la subjetividad: alguien se
convierte en sujeto individual sólo en virtud de reconocer a otro sujeto y ser
reconocido por él.
La política no
es ajena a esta demanda de reconocimiento que sugiero, ya que la perspectiva
neoliberal discute su eficacia y no la recomienda. Más allá de las disputas
políticas y filosóficas –que son variadas y múltiples–, nos interesa una
legislación que facilite reconocer al otro en la línea que nuestro país
proponía: “El 12 de marzo de 2004, el canciller Rafael Bielsa, en Roma, informó
personalmente al jefe de la Iglesia Vaticana que la Argentina apoyaría la
resolución de ONU de no discriminar por orientación sexual e identidad de
género, y pidió a las instituciones que concentran a quienes militan por estos
derechos que hagamos pública dentro y fuera del país la disposición plena de
apoyo del presidente argentino”. De este modo lo decía César Cigliutti el 27 de
octubre de 2011 en el Salón de Prensa de la Cancillería, en representación de
la Comisión de Diversidad Sexual del Consejo Consultivo que nuclea Lesbianas,
Gays, Bisexuales, Travesti, Transexual, Transgénero, Intersex y Queers
(Lgbtttiq).
“El 17 de junio
de 2011, nueve años después, se obtuvo el extraordinario logro: el Consejo de
Derechos Humanos de las Naciones Unidas aprobó la Resolución sobre las
violaciones de derechos humanos por Orientación Sexual e Identidad de Género.”
Sin embargo,
persiste la burocracia de los discriminadores, por eso hay que nombrarlos: la
etimología de discriminar se encuentra en cernir como dialéctica del separar;
cernir y aislar a esos “raros”, agrupándolos como aquellos que no pasan el
cedazo donde los discriminadores organizan el bien y el mal, lo normal y lo no
normal, el cielo y el infierno.
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